El premio a la mejor hinchada del mundo hay que ratificarlo en cada partido. Y ayer en Buenos Aires los argentinos se encargaron de dejar en claro que hay millones de “Tulas” por estas tierras.
Desde temprano se vieron muchísimas camisetas celestes y blancas por las calles porteñas. Y no parecía que fueran a dirigirse hacia Núñez, sino hacia sus lugares de trabajo habituales.
Desde el barrio que alberga el Monumental, la televisión empezó a mostrar bien temprano lo que ya se sabía: que sobrevendría una de las jornadas más festivas y emotivas de la riquísima historia de la “albiceleste”.
La tecnología “democratizó” la venta de entradas desde lo geográfico. Un partido de la Selección en River ya no necesariamente es cosa exclusiva de porteños. Quienes iniciaron la fila de la ansiedad y de la ilusión en la esquina de Libertador y Udaondo apenas empezó a clarear habían viajado 16 horas en micro desde General Roca, Río Negro. Horas después, un aluvión de hinchas cortó Libertador espontáneamente, con unas banderas gigantescas que mostraban el perfil de Diego y de Lionel. Uno de ellos tenía tatuados en la espalda los nombres de los 26 héroes de Qatar. Otro, artista plástico él, portaba un cuadro al óleo de Messi.
Por entonces, sobre Udaondo la emoción tomaba por asalto a esos hinchas que en tandas eran autorizados a avanzar por la Policia hasta el siguiente control. Saltaban y cantaban. La felicidad de ellos contrastaba con la bronca de esos 400 simpatizantes provenientes de Tandil, de Neuquén y otras provincias, que habían sido estafados en su buena fe (compraron paquetes que incluían entradas falsas).
Resultado: niños, padres y madres llorando juntos por quedarse fuera de La Fiesta de los Campeones. La otra cara de Argentina.